Todo se desplaza y así también la calma. Las agujas del reloj dan las tres de la mañana y me desvelan, todas las noches desde hace ya trescientos noventa y siete días.
Una receta de letra ilegible para una medicación que no puede leer el dolor ni la intranquilidad, mucho menos curarla. Cuánto más se puede desear volver al estado natural, a los espirales de colores en el cielo raso, a los diamantes en el asfalto, al brillo intenso que irradian las esporas. Cuánto más esperar para volver a aspirar sabores y a escuchar aromas.
La mente no asimila el cambio de frecuencia, no reconoce el tiempo, se esconde adentro del tubo hermético por sus propios medios porque es lo único que recuerda, porque no comprende que tiene la llave de la puerta. Y así veo a este cuerpo desfalleciente, tendido en el parquet del tubo, contar con los dedos una y otra vez, trescientos noventa y siete, hasta disolverse.